El periodista Antonio Roche, de hobby figurante de películas (ahora luce barba, ¿por exigencias del guión?), publica hoy en Sur una espléndida crónica en negritas de la despedida de Daniel Murphy el pasado jueves en la casa de Antonio Soler.
«¡Jolines!», como dice él, habrá que esperar un año a que nos devuelva su alegre mirada azul a la ciudad en la que se quedará a vivir, sus paseos a media tarde por La Malagueta (ha vivido en el mismo edificio donde tiene su estudio Antonio Meliveo y residió Jorge Guillén) y las comidas en la Plaza de la Merced con Frank, su amigo de Boston, ilustrador del mítico The Boston Globe. Murphy, que se defiende jugando al futbolín, volverá a recordar su tiempos de barman en El Pomelo con El Corbata. También un verano de hace décadas en Menorca.
El pasado 2 de abril escribí un artículo (más bien un relato) titulado Murphy en el suplemento de Semana Santa de EL MUNDO de Málaga. Aquí lo reproduzco (ahora con un enlace e incluyendo algunas negritas) para los que no lo leyeron en papel:
William Reding llegó esa Semana Santa acompañado de su amigo Danny Murphy. Reding y Murphy se hicieron inseparables en Londres, donde Reding era reportero de sucesos en un
periódico de Fleet Street. Murphy, americano de Misisipi, de juventud exquisita y madurez turbulenta, se dejó convencer. Viajaría a Málaga a ver las procesiones que tanto le
entusiasmaban a Reding.
Murphy hablaba un castellano lento, pero muy preciso, y utilizaba frases exactas que demostraban su dominio del idioma de Alfonso Canales y Manuel Alcántara. En España los dos hablaban castellano. El inglés, sólo en caso de duda. «He palpado que en esta fiesta reina un vocabulario muy rico y enigmático que quiero aprender hasta el último detalle», anunció Murphy.
El reportero londinense, siempre acompañado de su desvencijada mochila, se despertó, como cada Lunes Santo, en su pensión de la Plaza de la Marina. Al alba, caminando por calle Larios, todavía no había abierto ningún quiosco del centro. Reding estaba ansioso por leer la crónica del Domingo Ramos y examinar los contraluces y primeros planos de las fotografías. El americano abrió sus nítidos ojos azules y se quedó deslumbrado de las exageradas dimensiones de la Tribuna Oficial. Plaza de la Constitución. «Mira, aquí estudió Picasso». Y, por calle Compañía, le anunció orgulloso que aquel Palacio que era una antigua tienda de lámparas se convertiría en Museo Thyssen.
Subieron muy rápido la escalinata de la Tribuna de los Pobres, como si fueran dos corsarios extranjeros de fugaz huida. Su destino era la Parroquia de San Pablo. El traslado de Jesús Cautivo. Murphy, desde su atalaya del 1,90, no paraba de preguntar a Reding, que sentía este Lunes Santo como si fuera el primero, como si no hubieran pasado diez años, cuando se hizo trinitario.
Murphy bailó, intentó cantar saetas, rezó con los enfermos del Hospital Civil y metió el hombro. Cuando llegaron a la pensión para descansar un poco antes de las procesiones de la tarde, Murphy le dijo a Reding que no quería ser un turista más, «un guiri». «Quiero ir como tú, detrás del Cautivo. No entiendo qué hacen 20.000 penitentes detrás de una escultura, pero sabes, querido William, que haré todo lo posible y lo imposible por entender este fenómeno tan curioso».