Hoy ha muerto Norman Mailer, uno de los mejores periodistas y escritores estadounidenses del siglo XX. Tom Wolfe en su imprescindible El nuevo periodismo (Anagrama) escribe de Norman Mailer y de su obra maestra Los ejércitos de la noche (1967). Este libro fue Premio Pulitzer y tiene como subtítulo La Novela como Historia; Historia como la Novela.
Por Tom Wolfe:
En las páginas que siguen se puede apreciar con qué premeditación Mailer, como hiciera Capote, ha tratado de crear el efecto de «igual que una novela». Su empleo del omnisciente aparte del narrador al lector crea un clima afectado, nostálgico y en conjunto agradable.
Otro aspecto de la solidez del libro radica en su empleo de la forma autobiográfica en tercera persona, que por primera vez popularizó Henry Adams en The Education of Henry Adams. El protagonista ya no es «yo» sino «Mailer», un procedimiento que anula lo que no sería otra cosa que un molesto egocentrismo. En vez de eso, uno se identifica muy bien con el personaje «Mailer». Este procedimiento no funciona, sin embargo, a menos que el escritor se tome el trabajo de describir y desarrollar su propio personaje con, por lo menos, el cuidado que dedicaría a cualquier otro personaje principal.
Por Norman Mailer:
La situación no tenía mucho que estudiar. La Policía Militar estaba formada en dos filas muy espaciadas. La primera fila estaba a diez yardas de la soga, y los intervalos entre hombre y hombre eran, en aquella fila, de unos veinte pies. La segunda fila, similarmente espaciada, estaba diez yardas detrás de la primera, y, aproximadamente treinta yardas más allá, había, de cincuenta en cincuenta yardas, grupos de dos o tres soldados con cascos blancos y uniformes azul oscuro. Dos talantes distintos se enfrentaban, dos independientes silencios privados.
La situación venía a ser como la de un muchacho a punto de saltar de un tejado a otro. Lo único que no debía hacerse era esperar. Mailer miró a Macdonald y a Lowell. —Vamos—, dijo. Sin volverse a mirarles, sin detenerse a hacer acopio de resolución, o a perderla, decidió que era cosa de saltar ostensible y decididamente la soga. A continuación, atajó sobre la hierba hacia el policía militar que vio más cerca.
Era como si el aire hubiera cambiado, o la luz se hubiera alterado; se sintió inmediatamente mucho más vivo —sí, bañado en el aire—, y, al mismo tiempo, como desencarnado de sí mismo, como si realmente estuviera viéndose en una película en la que tuviera lugar su propia acción. Podía sentir los ojos de las personas del otro lado de la soga contemplándole, podía sentir la intensidad de su existencia como espectadores. Y, mientras él avanzaba, él y el policía militar se miraban mutuamente con la lucidez desnuda y sorprendida que se da cuando absolutos extraños se encuentran por un momento absolutamente vinculados el uno al otro.
El policía militar levantó la porra ante su pecho como para impedir el paso. Para gran sorpresa de Mailer (éste había esperado secretamente que el enemigo sería tranquilo y fuerte— ¿por qué no habían de serlo? Tenían todo el poder, todas las armas), para gran sorpresa suya, el policía militar estaba temblando. Era un joven negro, no muy negro, que parecía proceder de alguna ciudad pequeña en la que quizás no había otros muchos negros; en todo caso, no tenía el aire de Harlem, ni nada demoníaco, nada del poder negro, solamente el aspecto de un pobre muchacho en los ojos. «¿Por qué, por qué tenía que ocurrirme a mí?», era el mensaje de los mármoles petrificados de su cara.
—Atrás, dijo roncamente a Mailer.
—Si no me detiene, voy a ir al Pentágono.
—No. Atrás.
La idea de regresar —«puesto que no me detienen, ¿qué puede hacer?»— por aquellas mismas diez yardas, no podía tomarse en consideración.