Allí conocí a amigos inolvidables que aún conservo. Unos que nos fuimos de Madrid, otros que se fueron de la empresa. Y muchos que siguieron trabajando en Pradillo, 42, la ya mítica sede de EL MUNDO.
Jefes astutos, listísimos (otros no tanto), casi todos muy exigentes. Los que me dieron confianza en mi trabajo. Compañeros de trato exquisito, humanos, recurrentes y dialogantes. Trabajar en la redacción de un gran periódico nacional es una de las experiencias más apasionantes que le puede pasar a un periodista. Estar junto a los grandes, aprender sus técnicas, verlos en el pasillo y, ya con confianza, hablar con ellos en la máquina del café, o en la escalera o compartiendo un menú en el Abasota o unas cañas en el irlandés o esperando el metro en la estación de Alfonso XIII. Y las cenas y juergas por Prosperidad. O en la azotea del periódico. Las conversaciones sobre periodismo, literatura, política, amores, desamores, ciudades…
Comer con Julio Fuentes seis meses antes de morir en Afganistán. Jugar al fútbol con los compañeros de Deportes en pleno Mundial de Japón-Corea. Entrar en Documentación y ver todas las colecciones del periódico encuardenadas en tomos verde. Ver aparecer por la redacción a Umbral. A Raúl del Pozo. A José Luis Gutiérrez, El Guti, preguntando a las secres si estaba Pedro J. en el despacho.
Pradillo, 42 ya es historia. También Historia. Pradillo, 42 forma ya parte indisoluble de la vida profesional (y personal) de muchos periodistas. Aquellos años en los que cumplí el sueño de trabajar en la redacción de un periódico nacional.
Fue EL MUNDO. Fue en Pradillo, 42.
Cambiaría todas mis columna spor haber sido redactor en esa mágica casa de las letras. Un abrazo, Riverita. Un admirador.
Allí me mataron a mi. Alli fui muy feliz. Y me mataron.