La primera vez que entró en clase, en aquella Facultad de Martiricos (que parecía «panameña» Díaz Nosty dixit) todos nos quedamos callados. Delgado, muy alto y con una sonrisa elegante de hombre curtido y sabio. Venía de la Facultad de Derecho, era catedrático y acababa de ser (o también ejercía) de asesor del ministro de Asuntos Exteriores Carlos Westendorp. Nadie le llamaba de tú. Don Alejandro Rodríguez Carrión.
Don Alejandro ha sido un referente absoluto. Sus exámenes eran durísimos, muy exigentes, que te hacían prepararte esa maravillosa asignatura llamada Relaciones Internacionales como si se tratara de unas oposiciones a juez. Eran exámenes orales. Los grababa en un artefacto que ya a mitad de los noventa era antiquísimo, pero muy efectivo por registrar el sonido y los titubeos de esos pipiolos de reporteros. Te enfrentabas a un tribunal (su equipo del departamento) y cantabas – si te lo sabías, claro- el tema de pie, delante de los compañeros.
Su magisterio y ganas de comunicar hacían de sus clases una enseñanza maravillosa. Recuerdo que te hacía interrogar muchas cuestiones internacionales. Desde la españolidad (o no) de Ceuta hasta por qué a la Comisión Europea se la llama sólo la Comisión o la importancia del Tratado de Roma o Maastricht (tengo una foto en un viaje Interrail posando con el letrero de la diminuta ciudad).
Cuando me fui de Málaga lo visité en su despacho de Derecho. «Me voy a Tokio», le anuncié, con indisimulada ilusión. «Espero que mis clases le sirvieran de algo, don Agustín, porque recuerdo muy bien que usted tenía mucho interés y hacía muchas preguntas, pero la verdad, siendo sinceros, usted no era de los mejores alumnos. Preciso mejor: no consiguió calificaciones brillantes en mi asignatura. Le deseo todo lo mejor. Suerte en su nueva etapa».
Siempre implacable, siempre riguroso. Don Alejandro tenía razón. El miedo escénico de sus exámenes fue una durísima prueba de fuego, que salvé in extremis, pero luego las veces en las que he hablado con mucho público delante, incluso con cámaras y micrófonos, me he acordado de esos exámenes que nos enfrentaba casi por primera vez en la vida a un auditorio exigente que te calificaba.
Tiempo después me lo encontré al salir del Teatro Cervantes. Don Alejandro sacaba de su chaqueta un cigarrillo y me preguntaba cómo me había ido por tierras niponas. Más tarde supe, una noche de Jueves Santo, que su yerno era japonés…
Hace año y medio asistí a una charla que dio Bernardino León Gross en el Ateneo. Don Alejandro le presentó. Yo ya había regresado a Málaga y otra vez escuchaba las disertaciones internacionalistas de Don Alejandro.
Regresaba, junto a Domi del Postigo, en el barco Ceuta-Algeciras. Le dije a Domi que esa misma tarde tenía que entregar un perfil para El Confidencial de Bernardino. «Quiero hablar con Rodríguez Carrión, pero aún no lo he localizado». Déjame que lo llame. «Ale, ¿qué tal estás?». Domi le había llamado. «¿Te acuerdas de Agustín Rivera? Fue alumno tuyo y está haciendo un perfil de Bernardino y quiere preguntarte un par de cosas».
Lo tengo apuntado en mi agenda. 27 de marzo, 16 horas: hablar con Rodríguez Carrión. Lo telefoneé. Estaba lúcido. Me dio un par de claves muy buenas del secretario general de Moncloa, discípulo y luego convertido en amigo. Sabía que desgraciadamente podría ser nuestra última conversación: «Y si no me recupero, esto de la vida ha estado muy bien». «Don Alejandro, he aprendido mucho de usted», le contesté. Siempre Don Alejandro, porque nunca se me olvidará que alguien de clase una vez le dijo: «Alejandro…» Y él, muy educado, pero muy contundente, dijo: «Todavía no he comido con usted».
Nunca comí con Don Alejandro. Jamás estuve en su casa. Pero disfruté, encandilado, a todas sus clases. Leía sus artículos en prensa y sus intervenciones en la radio y en la tele local. Don Alejandro murió anoche. Su cuerpo lo dona a la Facultad de Medicina, como Gerald Brenan. Don Alejandro sabe que su legado, como bien apunta Javi Gómez, está aquí.
Quizá algún día pasee por la Facultad de Martiricos esperando que sean las 12 de la mañana de los viernes para sentarme en el Aula 1 y escuchar de nuevo su sapiencia internacionalista. Don Alejandro habrá retomado sus clases…
Qué bonito post, Agustín. Hoy es un día triste para todos. Creo que lo más importante de don Alejandro Rodríguez Carrión era el inmenso respeto que tenía por sus alumnos. Nos trataba como trataría a ministros, y me consta que se preparara las clases durante horas, como si lo necesitara cuando era un magisterio andante!!!
Ese respeto, ese hacernos sentir importantes con unas clases tremendamente amenas, te obligaba después a estudiar como nunca lo habías hecho ni volverías a hacer. Nadie quería decepcionar a Rodríguez Carrión. Yo aún sigo teniendo la espinita clavada de que sólo obtuve dos notables en sus dos asignaturas, aunque las dos veces me cortara la exposición porque era obvio que me le sabía de memoria. Quizás ese era el problema, no quería robots. Años después, cuando hice el master de San Telmo con algunos profesores de primer nivel del IESE, puedo asegurar que siendo geniales, ninguno estaba a la altura de don Alejandro. Inmensa pérdida para esta pobre Málaga cada día más cateta, ensimismada y dedicada a poner nombres de calles, estatuas y rotondas a santos, beatos y pequeños aprendices de artista. Un abrazo. Javi Gómez
No me dio clases, pero sí me examinó. No tuve esa oportunidad. La asignatura era Relaciones Internacionales, recuerdo hasta la fecha de la prueba: 26 de febrero. Fue en Derecho, con un armatoste grabando. Tema siete. Nunca había estado tan nervioso, nunca me había exigido tanto a mí mismo. Me puse una camisa roja, la misma que siempre me pongo casi 15 años después cada vez que tengo que superar una dura prueba. Estudié en voz alta, hablando, interpretando los textos. El esfuerzo valió muchísimo la pena. Y la nota.
Muy emocionante el artículo, Agustín. No lo conocía pero me he hecho una idea muy precisa. Gran hombre. Y gran despedida.
Una pena lo de don Alejandro. Fue uno de los pocos profesores que tuve en la Facultad de Derecho que verdaderamente sabía transmitir el entusiasmo por una asignatura. Recuerdo la simulación del funcionamiento de la Unión Europea como uno de los momentos culminantes de la carrera. Era muy exigente, sí, pero primero lo era consigo mismo, por lo que era una de las pocas asignaturas en las que estudiar era algo placentero.
Descanse en paz.
no tuve la suerte de tratarlo pero lamento su pérdida. conozco a infinidad de gente que lo trató o que le dio clases y todos hablan maravillas de él. recuerdo vagamente una llamada que le hice siendo redactor de la opinión. le consulté un asunto jurídico-político. llamé un poco cortado, atemorizado, como con respeto al no saber qué iba a decirme y si me iba a despachar con cajas destempladas. Pero fue amable, gentil y sabio. Clarificador. Se ha ido un gran hombre. qué buen post agustín, emociona.
Precioso artículo, Agustín.