La tarde del martes 18 de septiembre de 2012, Antonio Gala visitó a Teodulfo Lagunero. Conversador infatigable, este comunista millonario, constructor, catedrático de Derecho y abogado, colaborador estrecho del PCE del exilio, estaba sentado en el sillón favorito del salón principal de su inmenso (1.000 metros cuadrados) y coqueto dúplex de Fuengirola. Esa tarde, a la misma hora en la que Gala y Lagunero (Valladolid, 1927) recordaban historias pretéritas de libertad sin ira, fallecía su gran amigo, el camarada Santiago Carrillo.
“No querían decírmelo, para que durmiera tranquilo”, apunta Lagunero en una larga entrevista concedida el pasado jueves a El Confidencial. Rocío Rodríguez, su mujer desde hace 40 años, y la cuñada de Rocío, decidieron que mejor se lo dirían el miércoles por la mañana. Al final, tras muchas dudas, se lo comunicaron el martes por la noche.
– Teo, te vamos a dar una noticia muy mala.
– ¿Qué pasa, qué pasa? ¿Le ha pasado algo a mi familia?
– No, no es nadie de la familia. Te vas a llevar un disgusto muy fuerte, de alguien a quien has querido mucho. Tranquilízate, la vida es así.
– Pero, ¿quién es? ¿Carrillo? ¿Que se ha muerto?
– Sí.
Lagunero, compungido, se quedó inmóvil en el sillón. Se quedó casi sin aire, sin respiración. Quería ir al entierro, pero es imposible: apenas puede caminar. Hacía justo dos veranos que Carrillo había abandonado el dúplex optimista, con sabor ateo, y presidido por una versión fragmentada del cuadro de Las Meninas firmado por el equipo Crónica y una televisión negra Sony Bravia.
Carrillo y su “paraíso” de septiembre
“Teodulfo, me echas del paraíso”, le soltó Carrillo aquel septiembre de 2010. “Santiago, te vas porque quieres, coges las maletas, las metes otra vez en la habitación, cierras la puerta y te quedas el tiempo que quieras”. Carrillo y Carmen, su mujer, dormían en el piso de abajo, que alberga una piscina privada. Carrillo volvía en julio y septiembre al hogar de los Lagunero. Se levantaba tarde (sobre las 9.30 horas), tomaba el sol, nadaba y se encerraba en la biblioteca de 40.000 volúmenes.
Siempre había unos 15 ó 20 libros disponibles para que Carrillo los leyera sin prisa, con pausas de nicotina, hasta que la madrugada empezaba a cabalgar. Uno de los volúmenes que más le gustó saborear fue Las memorias del cardenal Tarancón. “Se entusiasmó. Lo leyó de pe a pa. Cuando acabó el libro, comprendió el mérito que había tenido Tarancón para sacar adelante sus ideas progresistas dentro de la Iglesia católica”.
Teodulfo Lagunero es un torrente imparable de anécdotas jugosas. El constructor de la urbanización Nueva Sierra (en Guadalajara), “la más grande del mundo”, como se anunciaba, recorre varios afluentes de su memoria como cuando fastidió la exclusiva de El País y La Vanguardia de la publicación de las memorias de Henry Kissinger en España gracias a un trabajador de la rotativa del diario barcelonés que se ofreció a la revista La Calle (que él editó en los años sesenta) para entregar los capítulos que había conseguido antes de publicarse. El operario no cobró ni una peseta a cambio.
Sin abandonar el terreno periodístico, cambia la voz entusiasta por un tono de tristeza y honda decepción cuando se le pregunta por un proyecto de 2011 llamado La Voz de la calle. El periódico no llegó a publicar ni siquiera su primer número. Lagunero lo financiaba. “Eso fue terrible, da para escribir cinco tomos. Me ha costado mucho dinero y la salud. Duele mucho que te traicionen”. Cambia el registro de modo muy rápido.
El “Oro de Moscú” y “La Pasionaria”
Teodulfo Lagunero fue un revolucionario. Lo sigue siendo. Y está harto de contestar a la pregunta de cómo es posible combinar la ideología y la praxis comunista con la vida de un multimillonario. “Una vez un periodista cuando vio mi casa me dijo: «Ahora entiendo lo del Oro de Moscú». Casi le eché a patadas. «Gilipollas», le dije. ¿Usted cree que Moscú va regalando a todos los comunistas una casa como esta? ¿Cuántas casas como esta conoce? ¿Sólo soy yo comunista?”.
Muestra el orgullo de padre y de comunismo auténtico cuando recuerda cómo su hija Paloma, con 14 años, le echó cara a la mismísima Dolores Ibarrurri (La Pasionaria). “Dolores, aquí, en Moscú los jóvenes cambian los cromos de Lenin por los de los jugadores del Real Madrid”, le recriminó Teodulfo. Así contestó La Pasionaria: “Es que aquí ya se ha hecho la Revolución”. Paloma Lagunero replicó: “Hombre, la revolución nunca se termina de hacer”. ¿La revolución es como hacer un cofre o un libro y luego fin? “No”, contesta ahora el catedrático de Derecho, “la revolución es la vida y la vida cambia. Cada día hay un nuevo quehacer, métodos científicos, aparatos e instrumentos; esa señora de negro era maravillosa y era como una diosa, pero no era una científica. Mi hija tenía razón”.
A principios de la década de los setenta, a la vuelta de un viaje en coche por los países comunistas, Teodulfo Lagunero y su mujer se dieron cuenta de que en Bulgaria, Rumanía y la Unión Soviética los ciudadanos carecían de espíritu revolucionario. Habían tratado con mucha gente que hablaba español o eran hijos de españoles. Tenían el carné del partido, pero eran empleados de una empresa llamada Partido Comunista. “En España nos jugábamos la vida, nos fusilaban y nos torturaban”, señala este hombre que ahora reconoce por primera vez que regaló un millón de pesetas a la Embajada de Vietnam en París para la compra de un antiaéreo. “Los americanos estaban machacando con napalm a la población civil”, se justifica. En sus memorias edulcoró la realidad por la recomendación de varios amigos. Figura que dio ese millón para la compra de una ambulancia.
Cuando le cuenta a Carrillo y a Marcos Ana, el preso político que pasó más tiempo en las cárceles franquistas, la funcionarización del comunismo, en su primer encuentro en el restaurante Le Verd Galant, en el 43 de la Rue de Croulebarbe, estos dos se miran a la cara con complicidad, como diciendo: “Nos ha calado”. “No a ellos”, aclara Lagunero, “sino al comunismo prosoviético europeo, que inventó clases nuevas; en vez de ser aristócratas eran del partido con más o menos influencia”.
La peluca y el comunista del Mercedes gris
La peluca de Carrillo fue diseñada por el peluquero de Picasso (Lagunero llegó a conocer al artista malagueño y mantuvo estrecha amistad con Rafael Alberti y Pablo Neruda), que vivía a 15 kilómetros de su casa de Cannes. «Aquella peluca le sentaba como a un Cristo con dos pistolas”, apunta. Estando en el casa de Lagunero de la Costa Azul, Carrillo le hizo esta proposición: “Te voy a hacer una propuesta, si dices que no, me parece perfecto, no hablamos más del tema y no te voy a guardar el más mínimo rencor. Soy comprensivo, me puedes decir que no porque vas a correr el riesgo de tu vida: voy a entrar en España, mi papel está en España”. Era 1976 y Carrillo aún no había entrado en el país. “Mis camaradas se están jugando la vida, se está reorganizando el partido con el riesgo de sus vidas y yo que soy el secretario general tengo la obligación ineludible de estar en Madrid, he pensado que puedo ir con el coche de un camarada, un coche modesto, pero esos son los que más miran la policía, por si llevan tabaco o armas. Como tú tienes un cochazo cojonudo he pensado que podría ir en el tuyo”. En realidad era el Mercedes gris que compró Teodulfo Lagunero a nombre de su esposa.
El millonario ayudó a que Carrillo atravesara 17 veces la frontera entre España y Francia, hasta que el PCE fue legalizado en el Sábado Santo Rojo de 1977 con una voz acalorada de Alejo García en Radio Nacional de España. Lagunero financió durante 14 años el Partido Comunista de España. Atrás queda ese primer encuentro con Santiago Carrillo y Marcos Ana, al que llegó con una maleta que contenía tres millones de pesetas. “Todo lo que tengo lo pongo a disposición del partido. No estáis capacitados para llevar mi negocio, pero os puedo dar mucho dinero”. Ese fue el principio de una hermosa amistad comunista interrumpida la tarde del 18 de septiembre de 2012.