Aquella tarde del Domingo de Pasión de 2012, José Antonio Griñán lo tenía todo preparado para la despedida. Sabía que iba a perder y daba por descontado que se finiquitarían tres décadas ininterrumpidas de Gobiernos socialistas en la Junta de Andalucía. Cuando atravesaba el pasillo del hotel Barceló Renacimiento, antes de entrar en la rueda de prensa de la derrota victoriosa, Griñán empezaba a gestionar los restos de un naufragio esperado. Era el fin de los años dorados de una administración que aún controla un presupuesto de 30.706 millones de euros.
El PSOE no sólo perdió la mayoría absoluta y la relativa, sino que ni siquiera fue el segundo partido más votado. Ganó (con una victoria pírrica) el PP de Javier Arenas, pero Griñán se apresuró a cambiar el argumento. Lo vendió como una derrota por goleada al enemigo. El candidato a la Junta de Andalucía, que ya llevaba tres años en el poder tras el dedazo de Chaves y Zapatero, empezó ese mismo 25 de marzo a hacer guiños a la izquierda.
Pasada la Semana Santa, el PSOE empezó a llamar a IU. Abril fue el mes de la negociación y en mayo se configuró el nuevo Gobierno. Griñán consiguió colocar a Manuel Gracia, un socialista cabal e integrador, en la Presidencia del Parlamento, pero no tuvo más remedio que aceptar la Vicepresidencia para Diego Valderas, su contrincante de hacía apenas un mes y medio, impidiendo su idea de diseñar un equipo a su medida. Y eso que el coordinador regional de IU había denunciado en la campaña electoral cómo los socialistas habían convertido la Junta de Andalucía “en su cortijo”.
Griñán empezó su Gobierno obviando la corrupción en Andalucía. En los 27 folios de su discurso de investidura apenas le dedicó dos párrafos al segundo asunto que más preocupa a los españoles. Era el 2 de mayo de 2012 y Antonio Fernández, exconsejero de Empleo, estaba en prisión por orden de la juez Mercedes Alaya, la noche del pescaíto de la Feria de Abril de Sevilla. Un mes antes lo había hecho Francisco Javier Guerrero, exdirector general de Trabajo de la Junta, y su chófer, Juan Francisco Trujillo. Existía más corrupción: la del caso Invercaria. En el primer escándalo la Junta lo calificó como un asunto “cuatro golfos”. Del segundo dijo que ni siquiera existía. En el asunto de los ERE (tras un fracaso absoluto de la comisión parlamentaria) hay ya ocho personas en prisión; en el de Invercaria su expresidente ya está imputado por malversación de caudales públicos.