Hoy, 69 aniversario de la bomba atómica sobre Nagasaki, reproduzco un fragmento del reportaje titulado “Ruta atómica“, publicado en agosto de 2001, siendo enviado especial de EL MUNDO a Japón:
El viajero abandona Kokura y avanza rumbo a Nagasaki. Como el piloto estadounidense en la mañana del 9 de agosto de 1945… El combustible escaseaba. Las nubes, al igual que en Kokura, el primer destino elegido para lanzar la segunda bomba atómica, dominaban la ciudad. Así resultaba imposible precisar en la diana. Decidió darse la vuelta y volver a la base. Pero el azar le jugó una terrible pasada a la hermosa ciudad de las colinas. De sopetón, se abrió el cielo. El piloto soltó la bomba, Fat Man, arrojada, al igual que en Hiroshima, con un paracaídas.
El objetivo no era otro que los astilleros militares de Mitsubishi, ubicados en la zona portuaria. Sin embargo, por culpa del viento, el demoledor artefacto se desvió centenares de metros y cayó justo en pleno barrio de Matsuyama-machi, el asentamiento cristiano más importante de Nagasaki, destruyendo la iglesia de Urakami, reconstruida luego en 1959.
Es la víspera del aniversario de la bomba y monjes budistas, sintoístas y sacerdotes católicos participan, en una explanada cerca del Museo de la Bomba, en una ceremonia en la que niños y jóvenes portan antorchas y oran por los muertos.
9 de agosto. Diez de la mañana. Los nativos comentan que hay mucho más tráfico del habitual. Los autobuses y tranvías circulan repletos de pasajeros. Y los peatones caminan muy deprisa, con urgencia horaria, hacia el Parque de la Paz, presidido por una imponente estatua de nueve metros de altura. Océanos de lluvia caen sobre la urbe.
Me acompaña a la ceremonia el jesuita Diego Pacheco, director del Museo de los 26 Mártires (cristianos japoneses y extranjeros asesinados en 1587 por orden del shogun Toyotomi Hideyoshi), que lleva 53 años viviendo en Japón –40 de ellos en Nagasaki– quien recuerda que segundas bombas atómicas siempre fueron peores. Pacheco denuncia que Mitsubishi produce ahora en el puerto piezas adaptadas a misiles.
“Este pueblo quiere que no se mire a otro lado, pero la paz viene de la justicia y Japón todavía no ha perdonado por los crímenes cometidos en Asia. Y, además, ellos fueron los que empezaron la guerra, con el ataque a Pearl Harbor”, recuerda Pacheco, que todavía no ha perdido su acento sevillano. Ni en Nagasaki ni en Japón nadie conoce a Pacheco como el padre Pacheco. Al llegar a Japón se rebautizó con el nombre de padre Diego R. Yuuki, como ya me advirtió antes de este viaje a Japón su compañero jesuita Fernando Gutiérrez, de la Misión del Japón en Sevilla, y quizá el más notable experto español en historia del arte japonés.
Tras bajarnos del autobús, Yuuki desfunda súbitamente el paraguas y anda rápido hacia el Parque. Nos tropezamos con un católico de su parroquia que le pregunta a Pacheco (o Yuuki), con la ilusión de la novedad, si soy un nuevo cura joven de la iglesia. Él le comenta que no, que soy un periodista español que viene a escribir un reportaje. El parroquiano nos hace un par de reverencias y se despide de Yuuki con respeto.
La lluvia no sólo no cesa, sino que aumenta sin parar. Sin embargo, la muchedumbre olvida el formidable chaparrón y murmurea sobre la imagen desenfadada que muestra el primer ministro, Junichiro Koizumi (1). Los niños lo señalan y admiran, oh, es él. El ídolo. Las 5.000 personas que recuerdan los muertos de Nagasaki le aplauden como si se tratara del más taquillero actor de Hollywood. Y el padre Yuuki, sorprendido por los aplausos a Koizumi, denuncia, bien irritado: “Se nota que ya han pasado 56 años de la bomba atómica. La gente está más pendiente del político que de recordar a las víctimas. Antes esto era impensable”.
(1) Este reportaje, publicado en el suplemento Crónica de EL MUNDO, fue finalista del Premio de Periodismo Manuel Alcántara.
Dos supervivientes de la bomba atómica de Nagasaki rezan, el 9 de agosto de 2001, en la ceremonia del 56 aniversario. Foto: Agustín Rivera