Todavía recuerdo aquel Magazine de la primera época de El Mundo, cuando soñaba con trabajar en un periódico nacional. Cuando ni siquiera había empezado a estudiar Periodismo. Primeros años 90. Era una portada con fotos de Sarajevo. Una matanza. Allí estaba la firma de Fernando Múgica. Buscaba, impaciente, su nombre en el Magazine y cuando me la encontraba sabía que nunca me decepcionaría. Texto y fotos. Qué difícil es hacer bien las dos cosas en un reportaje. Fernando lo lograba.
Fernando Múgica para mí era sinónimo de Reporterismo. Él, que había estado en Vietnam, sabía de la importancia de una buena historia. Te ayudaba siempre. Era una delicia escucharle. Y lo bien que te escuchaba en esos años trémulos, inquietos. Porque sobre todo Fernando era un gran escuchador de historias. David Jiménez desde Hong Kong, Javier Espinosa desde Sudáfrica o yo mismo, un corresponsal freelance que se fue a Japón a vivir con 26 años una gran experiencia profesional. Aquella redacción de leyenda de Pradillo, 42.
En una noche de sábado del invierno de 1999, sonó el teléfono en mi diminuto apartamento de Inage, a 40 minutos en tren del centro de Tokio. Eran las dos de la madrugada y Fernando quería que le escribiera una historia de unos misiles norcoreanos que apuntaban a Japón. Cuando te llama tu jefe de Internacional para pedirte algo, te cuadras, recibes el encargo y lo más lógico es que Madrid cuelgue el teléfono rápido para atender otra llamada, casi seguro de Pedro J. Jamás fue así. Fernando hablaba contigo por teléfono sin prisas. Como si no las tuviera. Te preguntaba cómo te iba, si te acostumbrabas a tu nueva vida. Era un cómplice de tu trabajo. Él había estado en el otro lado. Sabía la soledad que tienes cuando estás fuera y envidiaba la libertad del corresponsal o más bien un freelance en Tokio como era yo.
En la primera planta de la antigua sede de El Mundo, entre Sociedad y Economía, estaba la sección de Internacional, durante un tiempo codirigida junto a Carlos Salas, otro gran jefe. Brillante. Fernando no estaba atado a la silla. No se pasaba las horas delante del Edicomp 4.000, aquel viejuno sistema informático con letras verdes, en el que la mayoría de los jefes se pasaban las horas muertas pasando los teletipos con los cursores de arriba y abajo a ver qué noticia salía. Siempre le recuerdo hablando por teléfono, de pie, muy recto, desde su mesa, y mirando a uno y otro lado de la redacción, sonriendo, dando golpecitos con un boli, rascándose la barba, ya más blanca que rubia, y saliendo disparado a la sala de teletipos para saber si había un nuevo golpe de Estado o una Revolución y encargarle el reportaje a Alfonso Rojo o a Julio Fuentes.
La muerte de Julio. Durante meses, Fernando recopiló las mejores crónicas y también fotografías de Julio Fuentes, el reportero de El Mundo asesinado en Afganistán. En Documentación leía una crónica y otra. Fue un magnífico editor de una de las primeras obras editada por La Esfera de los Libros: ‘Morir para contarlo’.
“Cuídate, chico”, me dijo el 11S de 2001. Yo estaba en Taiwán. Me había invitado la Oficina Económica de Taipei en España a un viaje de prensa para conocer la política de aquel país. Estaba encerrado en una jaula de oro, en el hotel Hyatt de Taipei. Llamé a cobro revertido al periódico, a través del servicio España Directo, y tras esa voz tan maravillosa que te decía “Ya pueden ustedes hablar” estaba Fernando. “Todo esto va a cambiar. Lo va a cambiar todo”. Yo quería estar allí, junto a él, en Internacional, o en Nueva Economía, donde trabajaba en ese momento en El Mundo. El 11S estaba demasiado lejos de la noticia. O del mejor sitio para vivir un acontecimiento de ese tipo: la redacción de un periódico.
A la vuelta a España almorzamos varias veces juntos. En una comida también con taiwaneses. Hablamos de Manu Leguineche, otra vez de Vietnam, su épica huida en helicóptero. Y en el irlandés de Pradillo, donde todavía los amigos y compañeros de El Mundo se toman cañas, recuerdo su cara de niño, esos ojos azules prístinos que decían lo bonito que era el título de la película ‘Gorilas en la niebla’. Eduardo Suárez y Pedro Cáceres se reían con carcajadas contagiosas. Qué buenos momentos. “Gorilas en la niebla”, repetía una y otra vez.
Otros dos momentos con Fernando. También en la calle, frente a la redacción, a una hora tardía tras un cierre. Allí me habló de lo bien que se lo pasó dirigiendo un periódico local, el de su ciudad, el ‘Diario de Noticias’. Yo en ese momento aún no pensaba volver a Málaga. De hecho, mucho tiempo creí que no volvería, que sólo lo haría en vacaciones. Y ahí me quedé rumiando. Muy poco antes de irme a El Mundo de Baleares vi a Fernando en el andén de la estación Alfonso XIII, la siguiente parada a Prosperidad. Iba con una mochila y hablamos de libros. Y de su biblioteca. De los viajes que le quedaban por hacer.
La última vez que lo vi fue en Mallorca, hace ya diez años. Publicaba su serie ‘Los agujeros negros del 11M’. Estaba convencido de que había mucha verdad por publicar de los atentados de Madrid. Yo creía al veterano reportero que va buscando una historia, aunque fracase. Él jamás publicó mentiras a sabiendas. Quizá le engañaron las fuentes. Quizá en algún momento se sepa toda la verdad del 11M y se reconozca el trabajo de Fernando. En ese momento, estaba feliz. “Fíjate, tantos años, tantas vueltas que he dado, para de repente, en el último suspiro de mi vida profesional, encontrarme con la gran historia que siempre busqué”.
Fernando era un soñador, un gorila en la niebla. La pura vocación. El Reporterismo. Siempre en mayúsculas. Fue un placer escucharte en medio de la tormenta; y en días luminosos, de historias de portada y fotografías a cinco columnas.
Firma foto: Eduardo Suárez.