Siempre creí que el 31 de diciembre era un festín de ilusión. Hace tiempo que me propuse recuperar la inocencia de los días de teatro y risas. Hoy ya no sé quién soy. En Fin de Año puedo volver al otro yo que viaja oculto dentro de mí desde hace más de cuatro décadas.
Un niño con flequillo atraviesa el largo pasillo de casa. Abraza a su osito de peluche mientras monta en su caballo de madera. La aguja del tocadiscos acaricia un villacinco de Frank Sinatra recién adquirido en Montreal ’76. Veo a mis abuelos abrazarse en una coreografía de imágenes mudas y descoloridas.
El atardecer de la memoria capta el instante de felicidad incontenida. Estamos todos juntos. Regresa a esta Nochevieja el niño de los setenta. Quizá lo encuentre en la última campanada de 2018.